El artículo que habéis comentado de Antonio Muñoz Molina, "El reino de las voces", se inserta en la edición de sus columnas periodísticas, bajo el título Las apariencias (1996, textos escritos entre 1988 y 1991 en los diarios ABC y El País). Pero también es una referencia lúdica del propio autor al primer capítulo de su novela más premiada, El jinete polaco (1991); un guiño a los lectores. A partir de esta obra se ha hecho explícito el juego constante entre memoria y ficción en sus novelas y, quizá, también en sus textos periodísticos.
No obstante, creo que el contrato del periodista con sus lectoras y lectores exige un grado mucho mayor de cercanía a la realidad que el no-contrato del novelista. Para empezar, si sabemos que un periodista nos engaña, dejamos de leerlo. Probablemente haya más apariencia sin realidad en el discurso de un candidato electoral, a la vista del abismo entre palabras y hechos que han cavado los dos últimos gobiernos de este país.
Os ofrezco aquí el capítulo de la novela, para que comparéis sus semejanzas y diferencias con el artículo ya conocido. Espero no vulnerar derechos editoriales; en cualquier caso, será con un fin pedagógico:
El reino de las voces
Sin que se dieran
cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían
salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una
voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban
hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de
palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que
satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando
bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie
descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo
insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en
el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de
impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el
calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que
dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas
peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo
con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro
brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o
en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del
tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la
policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo
de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible
envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino
en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran
encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres,
de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.
Vivían con naturalidad en el interior de una especie de
milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta
unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el
cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del
amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en
ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama
que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete
que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la
oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta
durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una
Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas
páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía
más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el
tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les
resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en
ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras
consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios
de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los
atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su
adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera
y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él
hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de
que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de
Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el
sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo
fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de
sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras
extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre
cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y
la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría
nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera
pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de
la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de
Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y
le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión
obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de
invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de
Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a
trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta
edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y
a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de
siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios
de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y
la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a
esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones,
los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la
radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando
tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete
años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido
siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le
ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres
no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado
hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de
guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el
armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el
canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata
llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles
que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras
en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera
de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él
vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se
dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a
quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan
desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni
a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor
hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario,
doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y
las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas
de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre
de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el
Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia
Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con
tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos,
cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una
distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces
de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos
nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que
nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor
de quienes los habían engendrado.
Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y
sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador,
y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su
padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el
mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él,
a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría
llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con
remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló
con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios,
acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque
ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de
hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le
dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino
dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al
menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando
te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica
a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y
sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba
el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando
sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora,
cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire
y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera
vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del
cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume
y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su
saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las
identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de
un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en
las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación
mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para
nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el
despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla —porque nunca había sabido
ni querido poseer lo que más le importaba— sino de halagarla y cuidarla, de
borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios
de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y
en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse
otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se
despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado
y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre
juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con
otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa —él las buscaba,
en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que
ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo— y con el
hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un
intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina
de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se
asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama
con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes
de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había
recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin
pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había
considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba
enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el
orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya
nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo
húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del
todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a
despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que
estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche
y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que
unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del
sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.
Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde
cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese
grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a
la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras
la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que
apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador,
desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de
seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre
la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que
su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina,
que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla
cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la
taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado
escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del
dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le
reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si
tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda,
dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a
medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles,
agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a
hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos,
blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro
de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia,
Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los
idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con
ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que
estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre
mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en
la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar
donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las
fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años,
desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas
verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las
fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que
estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez
cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban
los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía
hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin
resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada,
hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el
espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida
entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo
donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en
blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar
no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con
incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía
tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de
rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció
mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto
perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se
casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al
inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al
médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la
Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y
sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel
vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir
regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de
regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y
caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por
la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que
conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al
oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una
certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible
encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo
entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de
la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes
industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos
brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses
de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él
interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la
extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como
tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que
lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente
de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había
dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una
disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores
cálidos del dormitorio.
Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del
pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta,
se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus
caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando
terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de
nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la
luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer
perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les
oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas
más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes,
con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el
delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con
asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba,
vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias.
Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a
buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para
comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y
las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en
ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta
de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de
palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche,
la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer
una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma,
hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que
tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en
mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y
canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa
de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de
pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día
y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla
desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que
congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían
sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando
no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía
durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar,
he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a
él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban
de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo
primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que
cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche,
un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la
espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece
cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y
cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la
longitud y latitud del país por donde está cabalgando.
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